5.17.2010

DIARIO DE UNA SOLEDAD CRÓNICA 2.


Llovía en la ciudad. El, andaba en bicicleta, por los callejones del barrio donde nació y vivió toda la vida, no había un alma afuera. Un alma quizá no, pero esos ojos color miel ahí estaban, tan dulces, tan inocentes, cálidos como nada, en esa orilla del mundo. Era una niña de unos 20 años, rubia, de ese rubio dorado, como el sol, si el sol tuviera cabello. Blanca como la nieve, como el olvido, como el adiós. Pequeña, chaparrita, pero con un cuerpo coqueto, era ella, toda una muñeca de pies a cabeza.
Paro enfrente de ella, y ella, esbozo una trémula sonrisa.


-¿Qué haces ahí sentada? Pregunto él. Vas a pescar un resfriado, ¿Por qué no te metes a tu casa?

-No tengo llaves, a parte, me gusta la lluvia, me limpia el alma.

-Pero la limpiara más de lo debido si estás sola, te acompañare para que el agua nos limpie a los dos pero en menor porción.

Volvió a sonreír, pero sin decir sí o no. Él lo tomo como un sí y, se sentó a su lado, platicaron una media hora. Estaban empapados cuando recordó su cita y miro el reloj.

-Tengo que irme se me ha hecho tarde, pero…

-¿Pero?

-Pues veras, llevo conmigo un paquete pesado, ¿podría dejarlo contigo y recogerlo después?

-¿Paquete pesado? Yo no veo nada.

-No todo lo que le pesa a un hombre es visible. ¿Puedo?

-Sí, está bien.

-Estira las manos y ponlas juntas. Bien, toma.

-¿Qué es?

-Un puñado de besos que guardo para dártelos, pero no es el momento, vendré después por ellos.

La sonrisa temerosa como la luz de una vela en medio de vientos nocturnos, volvió a aparecer, esta vez, para ver partir al extraño individuo de quien se había enamorado.



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